Era una tarde de otoño y la librería tenía ese silencio tibio de después de la lluvia.
Lina acomodaba unos libros en la mesa de novedades cuando Fausto entró, con su abrigo algo mojado y ese gesto de quien viene pensando en voz baja. Traía el ejemplar de Harari en la mano, marcado con post-its de colores.
—¿Lo terminaste? —preguntó ella, con una sonrisa que ya sabía la respuesta.
Se sentaron en el rincón junto a la ventana, con dos cafés recién hechos. Y empezó, como siempre, una conversación que parecía durar lo que un buen libro: lo justo, lo necesario.
FAUSTO:
Lo terminé. Y todavía lo estoy digiriendo. Harari no escribe para que cierres el libro tranquilo.
LINA:
No, claro… te deja con más preguntas que respuestas.
FAUSTO: -Eso es lo que me gusta. Nos obliga a mirar de frente lo que preferimos esquivar: el avance de la inteligencia artificial, el poder de las narrativas, la fragilidad de todo lo que creemos sólido.
LINA: -¿Sabés qué parte me pegó más? Cuando dice que entenderte a vos mismo es más difícil que entender el mundo.
FAUSTO: -Y que si no te entendés, sos fácilmente manipulable.
LINA: -Ahí fue cuando pensé: esto no es solo un libro de historia o de política. Es un espejo.
FAUSTO: -Exacto. Y es incómodo, porque también habla de lo fácil que es distraernos.
LINA: -Y de lo difícil que se volvió el silencio.
FAUSTO: -Pero no todo es oscuro, ¿no?
LINA: -No. También habla de compasión, de cooperación, de educación. Te sacude, pero no te deja sin suelo.
FAUSTO: -Creo que por eso lo volvería a leer.
LINA: -Yo también. Porque no es un libro de certezas, es un mapa para no perderse.
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Porque vivimos en un mundo que cambia demasiado rápido… y Harari logra detener el tiempo para pensar. Este libro no da respuestas mágicas, pero sí preguntas fundamentales: sobre el trabajo, la verdad, la libertad, la fe, el futuro.
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